Por Oihane Seoane García
Ella, una mujer de sonrisa inmortal, risueña, inteligente y vivaz. Él, un hombre corpulento, de mirada serena y expresión curiosa, atenta y enamorada.
Llegaron al paritorio un 25 de febrero, desfilando por el pasillo junto con otras tantas parejas que enseguida ocuparon las 6 habitaciones. Ese primer sábado de carnaval había empezado de un modo anecdótico, pues las familias llegaron en tribu en contraste a cómo suele ser el recibimiento cotidiano, de una en una y con bastante distancia temporal entre ellas.
Por fortuna, a ellos se les asignó el paritorio 6, uno de los que a mí me correspondía. Cuando entré para darles la bienvenida, presentarme y resolver sus dudas, instantáneamente me invadió ese bonito aroma que desprenden las personas alegres, las personas que, más que saber, quieren bailar con la vida sin pretextos, al margen de las circunstancias.
Durante las casi doce horas de proceso de parto, tuve el inmenso privilegio de imbuirme de su asombroso recorrido, de acompañarles al tiempo que contemplaba emocionada como se envolvían el uno al otro con tanto calor y complicidad. Se conocían desde hacía más de dos décadas, pero no fue hasta pasados diecisiete años, cuando se empezaron a mirar diferente. Para mi sorpresa, el motor que propulsó ese acercamiento fue el baile. Cuando me lo contaron, no pude contener una sonrisa.
Según compartieron conmigo; entre tempos y compases, pasos y gestos, giros y portés y miradas encadenadas canción tras canción, empezaron a tejer la urdimbre de su historia como una oportunidad de verdadero encuentro y no como una tentación fugaz.
Y es que la oportunidad es fortuita, es un milagro que aprovechas en el instante mismo o se desvanece. Una tentación, si la niegas, suele insistir por segunda vez. La oportunidad puede regalarte eternidad aunque dure un instante, pero al disfrazarse de miedo, solo los más valientes le tienden la mano. La tentación se viste de éxtasis, pero suele tratarse de una colisión sin daños. Nada despierta, desordena o trastoca.
Ellos chocaron hasta desarmarse, se mezclaron tanto que de la oportunidad que la vida les ofreció, hicieron una nueva oportunidad de vida. Y los tres, ellos dos y yo, estábamos a punto de conocerla. Pesaba en torno a tres kilos y medio.
Se acariciaban como si sus manos, antes de cruzarse, siempre hubieran estado vacías y estuvieran aún explorando la piel del otro con la misma curiosidad con la que los viajeros apasionados descubren nuevos mundos.
Una vez ella alcanzó la dilatación completa, empezamos a empujar en equipo. Ella era la protagonista, empleando esa fuerza arrolladora para ayudar a su hija a nacer con cada contracción mientras él, cerquita, le susurraba al oído un “TE QUIERO”, de manera incesante hasta que la naturaleza ofrecía una pausa, que aprovechaban ambos para respirar mientras se miraban, perdiéndose el uno en el otro.
Y yo, me encontraba ahí, observándolos y asimilando lo privilegiada que soy por formar parte del momento más transmutador de la historia de una familia. Aquello era real, auténtico, en vivo, sin adornos.
Pujo tras pujo, la cabecita de su hija empezó a asomarse. Y en ese momento, en el que yo si la veía pero ellos no, se me ocurrió decirles que lograba distinguir su oscuro pelo. Sin duda, ese instante lo conservo como un maravilloso regalo, por como él reaccionó.
Estalló en lágrimas y dirigiendo sus labios a la mejilla de su mujer, sellaba cada beso con un “GRACIAS”. Inevitablemente, ese amor también me atrapó y removió a mí, ¿cómo no iba a hacerlo si inundaba la habitación entera? Se trataba de una sensación tan infinita que no logro delimitarla con palabras.
Fue ahí cuando le dije: – Esto no es habitual…
A lo que el me respondió sin apartar la mirada de su mujer: – ES QUE ELLA NO ES HABITUAL…
Nació, y con ella, nacieron dos padres y renací yo por enésima vez, tan solo presenciando como un diminuto ser, abandonaba el útero de su madre para anidarse en los brazos de sus padres. Contemplando como la familia empezaba a conocerse piel con piel, sin interferencias, tan solo con amor, calor y leche.
Ningún nacimiento es igual, pero aquel día no FUE HABITUAL. Y es que en palabras de él, “ella no es habitual”, lo que él, tal vez no sabía, es que él tampoco lo era.
– Oihane Seoane García, una residente de matrona QUE NO ES HABITUAL, guardiana del nacimiento y partera espiritual, a quien tengo la fortuna de conocer.